jueves, 17 de julio de 2008

El despertar

Y de pronto me encontré sola, en la oscuridad de aquella casa. A mi alrededor ningún movimiento, sólo silencio.
Mi cuerpo cansado se dejó caer en el sofá. No sabía qué hacer o por qué estaba allí, pero había algo que me inquietaba. ¿Era yo?
Sí, era yo. No había nada extraño en la habitación, no había ningún problema que yo estuviera ahí, pero sí había un vacío dentro mío, algo que me incomodaba, que de a poco me desesperaba, me asfixiaba.
¡Basta! Basta de todo aquello.
Me volví hacia la ventana, la abrí para dejar correr la brisa de la mañana. A mis espaldas las plantitas que alegran aquel sector de la casa me lo agradecían. El sol estaba saliendo y apuntaba directamente hacia nosotros.
Respiré profundo y bajé mi mirada hacia la calle. Había mucho movimiento, situación lógica en aquel horario y por la ubicación céntrica.
Personas caminando o en sus autos se apresuraban para ir al trabajo, colectivos llenos de niños que iban al colegio, el revistero diciendo “Buenos días”, bocinas, murmullos, eran signos de que la ciudad se despertaba.
Todavía no lograba ver al portero del edificio, pero sí se veía con total claridad el oficial de seguridad que custodiaba el inmueble de al lado. Parecía ser su primer día, o por lo menos era la primera vez que lo veía allí.
El local de la esquina abría sus persianas mientras que en el negocio de enfrente entraba y salía gente desde hacía unos minutos.
Eso era lo que necesitaba: abrir la ventana. Dejar entrar la brisa, cambiar el aire, renovarlo; mirar a través del vidrio, ver más allá; sentir aquel calor; comprender ese mundo y descubrir, finalmente, que al igual que la ciudad despierta cada mañana y se inunda de vida, nosotros podemos hacer lo mismo.

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